miércoles, 23 de junio de 2010

Órdago a lo grande

- Ponme un chupito de “güisqui”, y dame dos granos de café.

La frase, salida de la boquita de piñón de la anciana entrañable de la residencia de enfrente, retumbó fuerte y áspera. - Y por favor, de aquí en adelante, cuando me veas entrar, me pones el whisky en este rinconcito y yo vengo, me lo tomo y te lo pago, pero por el amor de dios, que no se entere mi hermana. La miré incrédula, pensando que era la típica viejecita que se tomaba un bitter kas todas las tardes, sentada en la terraza con su hermana cuando caía la fresca, pero aún así, le puse el whisky.

Nunca me gustaron los alcohólicos. Los borrachos esporádicos, son personas peculiares, incluso resultan simpáticas y afables, pero los alcohólicos… me despiertan una pena terrible que me trae demasiados recuerdos desagradables y que no estoy dispuesta a soportar.

Una tarde tras otra, resonaba la misma cantinela, el whisky, el café, los dos euros… hasta que la pobre anciana cometió el peor de los fallos: envidar de farol a una experta en el mus de las amenazas. Debo resaltar en este punto que lo de pobre es meramente un eufemismo, porque la señora vivía acomodadamente en la residencia más cara de la ciudad y apenas podía levantar los brazos, de las pulseras de oro y los anillos que le colgaban del pellejo que recubría sus huesecillos osteoporósicos.

- Vengo a despedirme de ti, vomitó. - Porque esta noche me voy a quitar la vida.

- No diga usted eso, señora. ¿Qué es lo que le pasa tan malo?

- Mi hermana, que no me aguanta, y dice mentiras sobre mi para malmeterme contra mi familia. Ya no puedo más y me voy a quitar la vida. No quiero estar en esa residencia ni un segundo más.

En un principio, tonta de mi, sentí lástima de la mujer y hasta se me saltaron las lágrimas. Pero como era de esperar, la retahíla de quejas, volvieron a la tarde siguiente, y a la otra, y a la de más allá, y comprobé un día tras otro, que no había llevado a cabo su amenaza ni iba a llevarla, del mismo modo que no había tenido la valentía para dejar al marido que la engañaba y la menospreciaba, por el qué dirán, ni de plantarle cara a la bruja de su hermana de una vez por todas.

De nuevo, como cada tarde, pero esta vez con los ojos ensangrentados y una mirada de furia que jamás había visto, me repitió:

- Lo único que quiero es que el demonio me dé fuerzas para quitarme la vida.

Hasta aquí habíamos llegado, había conseguido sacarme de mis casillas:

- Pero señora, ¿se está usted oyendo? Si tan mal se encuentra aquí, ¿por qué no se va y deja a su hermana? Tiene dinero para pegarse el resto de su vida en las Bahamas, porque le iba a costar lo mismo que lo que paga en esta residencia.

- ¡Ay hija mía!, la vida no es tan fácil…

- Tiene razón señora, es mucho más fácil quitarse la vida, pero como esperaba, usted no tiene agallas ni para eso, ni para nada. Se limita a quejarse aquí conmigo emborrachándose con whisky caliente y malo. En fin, yo solo espero que algún día sea capaz de tomar alguna decisión por sí misma en su vida y hacer lo que le dé la gana antes de que el demonio o dios o periquillo el de los palotes se la lleve de aquí.

Tras lanzarle el órdago más arriesgado de mi vida, la anciana me miró atónita, y mientras se le escapaba un puchero, se tomó el chupito de un tirón, masticó los granos de café enfurecida y salió caminando con dificultad por la puerta del bar.

No volví a verla nunca y, durante meses pensé que realmente se había quitado la vida, llegando a sentirme culpable por aquella conversación. Hasta hoy.
En mi buzón he encontrado una postal desde las Bahamas que dice:

El whisky aquí es malísimo. Gracias.

1 comentarios:

Unknown dijo...

Yo, al último borracho que me encontré diciendo que se iba a quitar la vida, le solté que antes de hacerlo me diera toda la pasta que llevaba en la cartera.

Es curioso, hasta "moribundos" somos tacaños.

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