Les propongo un ejercicio de visualización muy sencillo: Observen fijamente durante un minuto, la claridad que pasa a través de una ventana. Pasado este tiempo, desvíen la vista hacia una superficie lisa y blanca. La imagen que aparece en ella, tendrá el color complementario al observado; en este caso: negro.
Pues bien, este conocido fenómeno de los colores complementarios, es el mismo que sucede en el momento en que una persona excepcional llega a nuestras vidas y nos deslumbra. Cuando desaparece el sujeto en cuestión, lo que queda en la pared en blanco es un vacío negro complementario y, directamente proporcional a la magnitud de la intensidad del fogonazo emitido por la persona, al tiempo de exposición a la luz y por supuesto, a la sensibilidad del ojo del observador.
Vivía en la calle, pero para ella, era su hogar. Barría cada día su trocito de escalón y hacía la colada con sumo cuidado en las fuentes ornamentales que había al lado. Después colgaba la ropa primorosamente de un tendedero que había improvisado entre dos marquesinas de autobús y siempre canturreaba mientras hacía todas sus labores hogareñas, sin reparar en las miradas extrañadas de los viandantes.
Cuando terminaba de acicalar su “casa”, se sentaba al sol en el césped de un jardincito y se ponía a leer. Pasaba las horas muertas leyendo. De hecho, si te quedabas mirando fijamente, hasta podías verla sonreir, soltar alguna lagrimilla, o incluso fruncir el ceño, según avanzara la historia.
En ocasiones, sacaba a relucir sus cansados pies al sol y pintaba sus uñas de la forma más minuciosa que jamás haya visto. De rojo, siempre las pintaba de rojo, al igual que sus labios, enmarcados por infinitas arruguitas. Una vez terminado, continuaba el ritual peinando su largo cabello gris en una trenza perfecta.
La gente corriente pensaba que la vieja estaba zumbada, que tenía la cabeza llena de pájaros, que era una simple mendiga más… pero ella jamás mendigaba, simplemente vivía feliz allí.
Un día le pedí permiso y me senté junto a ella en el césped del jardincito.
-Sé que vendrá a por mi,me dijo sin apartar la vista de su tarea de pintarse las uñas.
-¿Quién va a venir?
-Pues él, ¿quién va a ser? Y todo será perfecto.
Entonces una sonrisa aparecía en su viejito rostro y toda la calle se iluminaba…
Fue la primera y última conversación que tuvimos. Al parecer una tarde, un anciano se colocó frente a ella, ella se levantó con la mayor de las sonrisas, y sin mediar palabra, se fundieron en un profundo abrazo, dando rienda suelta a las pasiones reservadas durante años.
Según los testigos de la escena, el abrazo fue tal, que de tanto apretarse el uno contra el otro, se inmolaron el pecho, y de entre ellos salieron millones de flores rojas, que bañaron la calle, mientras los pájaros de sus cabezas escapaban por las orejas piando de felicidad.
viernes, 9 de abril de 2010
Ya sé lo que me pasa en el ombligo... que es lo que me une con mi madre, y a ella nadie puede tocarla, a menos que sea con mucho cuidado...
- ¿Crees que podríamos dejar de pelear al menos por un rato?
- Quizá si hablásemos del tiempo… - En ese caso, ¿que se prevé para hoy? - Se anuncia que el cielo de tus ojos estará despejado la primera mitad del día, al menos. Por la tarde, en cambio, podría nublarse parcialmente y precipitar leves chubascos de nostalgia, ya sabes como eres.
- Pero si tú quieres, también podemos jugar a ser dioses, y hacer subir el termómetro en la escala Fahrenheit con remolinos de caricias, vendavales de besos y gemidos, que tornen este tiempo inestable en la calma de un día soleado de otoño, aunque solo sea, durante el ojo del huracán.
- O quizá mas bien jugar a fundir la fría nevada que se avecina con el calor de nuestros cuerpos, elevar la presión atmosférica y atarte a mi cintura con las isobaras de mis piernas, hasta que los vaivenes de tu cadera,
No te equivoques, yo no te odio. El odio es un sentimiento fuerte, activo, pasional, e incluso capaz de mover vidas, aunque sea en negativo.
Lo que siento por ti a modo de nudo en la garganta, es un vórtice de violencia reprimida, de palabras no dichas, de noches en vela, ansiedades, miedos infantiles y no tanto. Ése nudo que no consigo tragarme ni con los tres vasos de leche al día que me obligabas a tomar de pequeña… ojalá te hubieras preocupado tanto por cualquiera del resto de cosas de mi vida, como por mis huesos… que encima, ¡mira para qué ha servido!
Si al menos lo que siento fuera odio, no me comería por dentro este hastío, este cansancio y desilusión; esta desgana, impotencia, resignación y pena. Sobre todo pena, que es el peor de los sentimientos que puede tenerse, porque no produce, ni mueve, ni transforma. No conduce absolutamente a nada.
Ojalá te odiara… al menos sería síntoma de que aún me importas.
Los instantes que permanecen en la recámara de la memoria, están hechos de imágenes y palabras, o sólo de imágenes, o sólo de palabras, y todos rebotan en las paredes creando un baile interminable de vaivenes, zumbidos y flashes.